domingo, 26 de junio de 2011

Lectura amorosa: De mi relación íntima con la literatura y otras confidencias.

La experiencia inicial
                                                                                    
                                                                                   El amor es la prórroga perpetua,
                                                               siempre el paso siguiente, el   otro,  el otro…
                                                                                                                                                             J. Sabines

      Debo confesar que la primera vez que hicimos contacto, ella se coló como un susurro a través de la húmeda y cálida oscuridad que me envolvía. No dejó de acariciarme como un tono grave y profundo en sucesivas visitas. Me encontraba con ella, en las horas de juego, cuando iba de paseo, también antes de dormir.
 
     Cuando pude atraparla con mis ojos, sentirla entre mis manos, supe que no podría dejar de necesitar ese lento y sigiloso contacto. Eso me emocionaba y me asustaba al mismo tiempo. Me sentía, sentía… que algo diferente estaba sucediendo.

      Escondida en algún rincón solo y silencioso balbuceaba sonidos delirantes, tocaba cada una de sus partes una y otra y otra vez como en trance hipnótico hasta aprenderme su cuerpo de memoria. Esta experiencia me llevó a otras similares hasta descubrirme atrapada en una suerte de búsqueda inagotable por repetir aquella placentera experiencia inicial.

     Sí, no era más que placer, y eso también tengo que confesarlo porque es la verdad. Tan verdad como aquella explosión del final que me regaló Demian (de Hesse) en el vestier del salón donde practicaba danza contemporánea. Mis manos de doce años temblaron detrás de unas cortinas cuando intentaba quitarme la ropa con una mano pues la derecha se había ocupado hacía un buen rato y de pronto…la palabra final y aquella explosión en mi corazón y la voz de Ulises en el fondo llamando a iniciar la clase. Ulises, mi profesor de Danza, esperaba por mí y no al contrario. Así que dejé el libro allí y entré a mi clase como disimulando aquel ahogo de mi pecho. El mismo ahogo que, aún hoy, me atrapa cada vez en la lectura, el mismo que me indica a qué distancia colocar cada palabra en el papel.



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